domingo, 7 de septiembre de 2008

La Tierra - El hogar saqueado

Hace ya muchos años que siento que la vida se me va por todas partes. Me deshago por arriba y por debajo; cada vez estoy más desnuda, sucia, contaminada y me muero de calor.

Ultimamente también he perdido el control de ciertas cosas que antes tenía completamente bajo mi dominio. El clima, por ejemplo, se me ha rebelado y ahora hace exactamente lo que quiere: se salta el verano, recrudece el invierno, provoca lluvias torrenciales en unos sitios, mientras que priva de agua a otros.

Todo parece ser causa de algo que los humanos, esas criaturas que al igual que otras habitan en mí, han llamado el efecto invernadero. Y es que si no se les hubiera ocurrido revolucionarse industrialmente en el siglo pasado, las cosas habrían sido diferentes.

Pero en esa época, por supuesto, nadie hubiera podido pensar que unas emisiones llamadas clorofluorocarbonos iban a causar tanto daño. Nadie sabía que estos gases desintegrarían el ozono, compuesto de tres moléculas de oxígeno, en dos moléculas del mismo elemento, y que como tal, pasaría a formar parte de la atmósfera, dejando el paso expedito a los rayos ultravioletas.

Lo más irónico de esto es que el efecto invernadero es un fenómeno que los mismos humanos han provocado y ahora no saben cómo deshacerse de él, aunque los diplomáticos lo intentan.

En los últimos años se han reunido cientos de veces para tratar el problema, pero no llegan a ningún acuerdo concreto. Ponen fechas tan descabelladas como el año 2010 para eliminar por completo la emisión de estos gases y se amenazan unos a otros con abandonarse mutuamente en la lucha si algunos persisten en retrasar el proceso.

Su próxima reunión para tratar los cambios climáticos será en diciembre en Tokio; pero como están tardando demasiado en decidir si los países dejan o no de emitir clorofluorocarbonos, yo he decidido pedirle ayuda al Sol: “Mira que tengo unos agujeros muy grandes en la capa de ozono y a duras penas tardarán todavía -si esta gente se pone de acuerdo- 50 años en cerrarse. Hazme el favor de no alumbrar tanto por estos lares, que los polos se me derriten''.

Pero parece que la cosa no tiene remedio. “No puedo, querida'', me ha contestado. “Tengo que llegar hasta los planetas más lejanos y tú estás en medio''. Y ante esa respuesta, ahora pienso que eso de ser la tercera en cercanía al astro mayor ya no resulta tan privilegiado.

El control del clima, sin embargo, no es lo único que he perdido. También estoy perdiendo vidas: especies que anidaban en mí, en la tierra y en el mar, ya no estarán nunca más. Cómo no, si de mí desaparecen los recursos para proveerles el medio que necesitan para vivir.

Y es que los humanos, pobrecitos, son dignos de lástima. Pero hay que ver el daño que causan. Al principio me hacían cosquillas corriendo por toda mi superficie, pero ahora que se han dado a la tarea de sobrepoblarme sin ningún control, y para sobrevivir y alimentarse socavan mis entrañas, se han convertido en una verdadera plaga que azota todos los ecosistemas.

Yo de verdad quisiera darles más de lo que tengo; sinceramente no me gusta verlos morir de hambre, pero tardo muchos años en recomponer lo que a ellos les toma un minuto arrancarme.

Lo que no se puede negar es que son muy listos. Ahora han inventado un proceso nuevo para hacer copias idénticas de las especies, al que han llamado clonación. Y por ahí que reproducen los vegetales y los animales en un tiempo mucho menor que el que tardaría yo en hacerlo y así ya le pueden dar de comer a todo el mundo e incluso perpetuar las especies.

Pero habrá que ver cómo les resulta este experimento a largo plazo, porque ellos ya tienen historia haciendo desastres: todavía retumban en mis cortezas internas las últimas pruebas nucleares que se hicieron en el atolón de Mururoa el año pasado.

Si tan solo ellos se ocuparan de mantenerme sana superficialmente, yo podría hacer el resto. Al fin y al cabo aún estoy capacitada para ello precisamente porque no soy humana. Si me “desmembran'' los bosques, por ahí que me pueden reforestar. Eso si todavía queda algún espacio de tierra fértil y libre de tóxicos que pueda utilizarse.

La verdadera tragedia vendrá cuando a estas generaciones presentes, que siguen destruyéndome sin compasión, les llegue la hora del arrepentimiento. Aunque, en realidad, tengo la leve sospecha de que sólo lo sentirán cuando vean que sus hijos y sus nietos no tienen un lugar sano para vivir.

Entonces será en estas generaciones futuras en las que pueda poner mi esperanza. A ellas les tocará trabajar más que a nadie o en todo caso, encontrar la forma de sobrevivir en un mundo viciado.

Por el momento me siento un poco desamparada. Aunque son miles las personas que trabajan para salvarme, y se meten en grandes líos por mi culpa, a veces pienso que no es suficiente.

Ayer, por ejemplo, celebraron un día dedicado a mí. En realidad llevan 27 años haciéndolo, desde que a finales de la década del 60 algunas personas se dieron cuenta de que cosas graves estaban sucediendo y de que a nivel de los gobiernos nadie se había preocupado por establecer medidas disciplinarias.

Una de esas personas fue un senador estadounidense llamado Gaylord Nelson, a quien en 1962 se le ocurrió que una buena forma de llamar la atención de los políticos sobre los problemas ambientales, era que el presidente John F. Kennedy hiciera un recorrido por todo el país y describiera de forma dramática en sus discursos la deteriorada condición por la que yo ya estaba atravesando. La gira, sin embargo, no dio buen resultado, o por lo menos no el resultado que Nelson esperaba: que los programas ambientalistas fueran parte de la política gubernamental.

No obstante, seis años después las asambleas extracurriculares que se llevaban a cabo en las universidades para protestar por la Guerra de Vietnam, le dieron a Nelson la idea de crear una especie de “reunión especial'' en la que todo el mundo pudiera dedicarse únicamente al tema del ambiente. De allí surgió entonces el día de la Tierra, que se celebra todos los 22 de abril desde 1970.

Pero yo ya estoy muy vieja para celebraciones y para que solo se acuerden de mí una vez al año; un día en que ni siquiera se celebra mi cumpleaños, sino que representa una prueba más de que atravieso por graves dificultades.

Después de todo, 46 centenares de millones de años siendo la Madre Tierra no son cualquier cosa, sobre todo cuando una ha pasado de ser un hogar cómodo, que solo necesitaba un poco de mantenimiento, a ser una tienda de provisiones completamente saqueada.

Eva Aguilar (La Prensa)

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